-TRAZOS
A Dino Valls le atrajeron desde un principio el poder del lenguaje y el efecto que producía el congelarlo en el tiempo, a través de la escritura. Le maravilló la infinidad de significados e imágenes que el habla o lectura eran capaces de proyectar en nuestras mentes. Sin embargo, en los albores de su creación, fue el acto mismo de escribir, el hecho físico de manchar la hoja, lo que más le interesó. Nos trasladamos a principios de los 80 y encontramos tres de sus primeros lienzos con textos: El crepúsculo (1981), Extraño juego y El broche (1982). En cada uno de los tres cuadros hay un libro abierto con letras, acompañadas de dibujos en los dos primeros. De los libros nos sorprende el acto insólito, o poco frecuente, de contener una grafía inventada. No sabemos si esas letras tienen su equivalente en nuestro alfabeto, poseyendo Valls oculta la clave que revelaría el mensaje, o si son simples trazos escritos por un hombre que, desesperado, intenta reflejar sentimientos que ninguna lengua viviente podría explicar. Si nos fijamos en los dibujos que acompañan a estas grafías, en El crepúsculo y Extraño juego, vemos insectos. Valls escribe con letras que sólo entiende él y también observa las formas de los artrópodos: refleja su naturaleza de artista, interesado por la silueta y apariencia de las cosas, desvelando a la vez el raciocinio científico de aquel que atraviesa la fachada queriendo extraer la médula. Un raciocinio ligado a su circunstancia de estudiante a punto de licenciarse en medicina y el raciocinio que todo gran artista posee. El pintor observa la naturaleza, la describe por medio de esbozos, la traduce a un idioma incomprensible que nos anticipa el nacimiento de un pintor hermético, al que le gusta proclamar verdades universales por medio de parábolas. Estudia los insectos, como lo hiciera el científico autodidacta holandés Anton van Leeuwenhoek, queriendo desmenuzar a esos pequeños atisbos de vida, esperando descubrir la estructura de un hálito, el valor exacto de cada ser. Finalmente, El broche será el último cuadro que albergue esta proeza de engendrar nuevos caracteres que simbolicen un nuevo idioma. Entendió que el lenguaje universal se manifestaba en las propias imágenes que él pintaba y quiso, a partir de ahí, extraer fragmentos del habla y la literatura muy concretos, voces clásicas que reforzasen el mensaje preciso que él nos quería transmitir.

Sabemos que le interesa la escritura, también por la riqueza de las líneas y colores, la caligrafía, y por lo que significa un movimiento firme de esa mano que entinta los papiros de la eternidad. Valls es un enamorado de las miniaturas románico-góticas, de los manuscritos y respectivas ilustraciones. Le fascina la labor del artesano: tan delicada, minuciosa y matemática como la cirugía. Se decide a leer e investigar los tratados y discursos de los escribas medievales, quienes le enseñan a tejer el intelecto sobre vitelas. Llegará así a reflejar este aprendizaje en obras como La visión del miniador de bestiarios (1984); un lienzo que detiene la milésima de segundo en la que el amanuense recibe una visión. Como siempre, es tanto lo que se ve como lo que se oculta en sus cuadros. Retenemos el gesto de la cara del anciano, vemos letras sobre el pergamino que está escribiendo, aunque es un documento ilegible, algo borroso o distorsionado. Las bestias que lo rodean son revelaciones mismas, ya para nosotros: son creación e imaginación en estado puro, encarnaciones vivas de los animales reales o fantásticos pintados en los bestiarios medievales. Sin embargo, no deja de intrigarnos lo que está viendo el miniador, lo que estalla en el horizonte, aquello que sólo podemos imaginar, o ni siquiera eso, intuir que es pura divinidad revelada ante sus ojos.