Infierno
Todo empieza en el averno, frente a una pelvis femenina; ya lo he mencionado. Mis ojos siguen los versos escritos sobre las cintas que rodean sus caderas:
Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’etterno dolore,
per me si va tra la perduta gente.
Giustizia mosse il mio alto fattore…
Éstas son las primeras líneas del canto III del Infierno de Dante, las palabras que aparecen en el vano de entrada a las tinieblas. Valls entiende aquí las caderas, la pelvis de la mujer como una puerta, y en efecto lo es: “Te recuerdo que la pelvis femenina, entendida como puerta, es tanto de entrada como de salida, dependiendo de la dirección que lleves”, me dice el pintor. Por mí se va a la ciudad doliente, / por mí se va al eterno dolor, / por mí se va tras la perdida gente. / La justicia mueve a mi alto hacedor… Ya no hay vuelta atrás, atravesamos el umbral, es nuestro destino. Y aunque los versos no sean muy prometedores, ésta es la única salida.


Ad Inferos (2004) es un cuadro lleno de símbolos. A primera vista, lo que más llama nuestra atención son los dos personajes: una joven parada al borde de un pozo y un viejo atrapado en una decoración arquitectónica de la pared que funciona también como un símbolo. Dicha decoración alude a las tres partes del libro de Dante. Tenemos tres hornacinas equivalentes a los tres estados del viaje dantesco, rodeadas cada una de ellas de cuatro angelotes dorados, que pueden entenderse como simples añadidos que aportan equilibrio al conjunto o también como una indicación del terreno místico que se está abordando. En las baldas que atraviesan las concavidades superior y media, el pintor decide escribir los primeros versos del Infierno y el Purgatorio, respectivamente, lo cual señala que la hornacina de arriba representa el tártaro y la del medio justo el intervalo entre el infierno y el cielo, quedándonos así una hornacina inferior, carente de escritura en su balda, y que representaría el paraíso, ya por eliminación. Fragmentos del libro siguen apareciendo en pequeños círculos de papel que el pintor “clava” en la pared o “esparce” por el suelo. Son veintisiete círculos en total, de los cuales nueve se dejan en blanco, jugando siempre con la numerología, como lo hiciera el poeta florentino. Un nueve que nos recuerda a los nueve círculos o partes del infierno. Un nueve que también resulta del juego matemático con el número tres, con la trinidad, la perfección. Tres veces tres dan por resultado nueve, nueve veces tres dan veintisiete: los veintisiete círculos pintados por el artista. En este cuadro se congela lo trágico y lúgubre, se alude siempre al infierno, lo sabemos desde el título mismo: es el descensus ad ínferos. Es la bajada, el declive. La obra pictórica se ocupa del castigo, y lo que venga después no se abordará. Los personajes afrontan situaciones incómodas: la muchacha lleva una prenda de vestir volteada, una especie de chaqueta cuya parte posterior tapa su pecho, y por encima tiene otras cintas que le torturan el seno. El anciano, a su vez, está aprisionado en las hornacinas e inmovilizado por las respectivas baldas. Sus pies, su realidad, se sitúan en el infierno, y su cabeza, su deseo, está en el paraíso. En el cuadro, por tanto, el pintor se inspira en la obra literaria y la entiende y retoma por su lado amargo, poniendo el infierno casi como un estado real de nuestra propia existencia y el paraíso como fruto del ansia y en consecuencia de lo no real, de nuestra fantasía.


Habiendo dado nuestros primeros pasos en el más allá, nos encontramos con otro cuadro, ahora un tríptico, que trata el mismo tema y alude al mismo libro. En Ad Inferos hemos visto nueve círculos de papel en blanco; ahora, en este nuevo cuadro, Initium (2005), vemos la misma cantidad de pequeños círculos de papel: siete engarzados entre las vendas que rodean el cuerpo de un niño, más un círculo fijado a su pecho, más otro situado entre los dedos de la mano. Todos ellos, escritos en este caso, también recogen fragmentos de La Divina Comedia. De este modo vemos la conexión que el artista establece entre una obra y otra, siendo todas diferentes y formando una unidad circular e interconectada, como un sistema solar en el que el astro núcleo es el propio artífice y los cuadros son como planetas unos y satélites otros.



















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