-ACORDES
Reparando en cada rincón, en el más mínimo fragmento de los cuadros de Dino Valls, descubrimos a un melómano y a un ávido lector. El artista deja rasgos, sobre el soporte, de muchas de las melodías y lecturas que le han ido acompañando a lo largo de su camino de creación. Descubrimos la musicomanía que lo caracteriza en el estudio que hace de este arte sonoro, no sólo de la música clásica más cercana a nuestros días y a nuestra cultura general, sino también de la que se remonta a un pasado casi extinto, a los orígenes de la música como arte escrito y pautado. Devorando los manuscritos antiguos de los monjes, Valls descubre neumas compuestos para la liturgia, e intenta revivir esas emociones sentidas por los fieles cuando oyeron estos cantos, hace ya varias centurias. Un tumulto de pensamientos se retuerce por la mente del pintor a la hora de enfrentarse a un nuevo cuadro. Son estas melodías, los poemas, la filosofía o la ciencia, recuerdos revoloteando por su cabeza. Su modo de trabajar es un compromiso con su propio ingenio y con el legado del hombre en la historia. Es tenerse respeto a sí mismo y no dejar un solo pensamiento o aprendizaje en desuso. Asegura mezclar consciencia e inconsciencia en todos sus trabajos; se sumerge en un torbellino de impulsos e intuiciones que luego pule y carga de raciocinio. En su proceder “la razón tiende a delirar irracionalmente y el inconsciente debe intelectualizarse con la consciencia y la cultura”; así lo resume su propia voz.


En Arbor Vitae (1994) hay un ejemplo claro de lo comentado con respecto a la música. En este retablo, que alude al bagaje europeo que nos habla de la cristianización de los pueblos, Valls refleja la religiosidad de un modo muy personal, con una percepción contemporánea de lo que aquello representó, sobre todo durante la Edad Media: el feligrés era, por lo general, una persona manejada por el clero. La iglesia mal interpretaba la Biblia, asimilándola de un modo literal, y divulgándola tal cual a sus fieles. Valls retrata a cuatro personajes que motivan a entenderlos como individuos inmersos en el mundo del clero, y torturados psicológicamente por el temor a pecar y vagar eternamente en el infierno. La dama que queda a nuestra izquierda es la única que nos mira directamente a los ojos y la que nos involucra en el cuadro. Hay alusión aquí al génesis bíblico, pero también a todas las demás grandes religiones del mundo, pues el “árbol de la vida” es una constante en todas las civilizaciones. Aquí se representa la vida y la muerte. El personaje central, que sugiere una lámina de anatomía, a la vez que es un mártir o un profeta, dirige su mirada al cielo, conectando lo divino con lo terrenal a través de sus manos. La diestra se dirige a Dios y la siniestra apunta hacia abajo: la inmortalidad frente a lo perecedero. La muerte está latente en el esqueleto, en la muchacha enterrada en la predela y en los clavos que martirizan a la joven de la izquierda. Estos clavos Valls también los relaciona con el arte africano, concretamente con el realizado por los chamanes del Congo en sus rituales. A su vez, la joven de la derecha lleva en su mano un estigma; sin embargo, el artista anula la fealdad cuando engarza, en esa herida, una piedra preciosa tallada. El cadáver que aparece enterrado en el basamento del retablo está forzado a mantener una posición fetal, gracias a unas cuerdas. Así se refleja el círculo de la vida. El cuerpo muerto alimenta las raíces del árbol, la subsistencia y el renacer. Justo ahí, en esa predela, el artista sitúa la música: clava las partituras que contienen neumas y salmos. Los neumas soplan lo espiritual, aquello que percibimos aunque no lo alcanzamos a ver. Los salmos son los textos e ideas que adornan al sonido, al viento armónico y ordenado. Éste es el canto eclesiástico que da alabanzas a Dios por la vida, sin olvidarse, empero, de la parca que visita a todo ser viviente.


Dirigiendo la mirada a la identidad de lector de Valls, citemos un cuadro suyo titulado Vanitas (2004) –una obra tan pequeña como profunda-. Las palabras que aparecen en la tabla son Salomé, O. Wilde, escritas sobre el lomo del libro rojo al que el personaje recuesta su cabeza. Esta sencilla obra alude a los bodegones barrocos de mismo nombre que retrataban calaveras humanas, pretendiendo alertar al hombre de su inútil vanagloria, cuando de nosotros no quedará más que huesos marchitos bajo el polvo. Salomé es una representación clara de la vanidad humana. Una joven hermosa y seductora que pide la decapitación de aquel que no quiso mirarla. Al pintor lo inspiran tanto las bellas palabras de Oscar Wilde como los estremecedores acordes que compusiera Richard Strauss. El dramaturgo dublinés y el músico de Múnich pactarán la muerte de Salomé. Valls nos trae su cabeza.


















6 / 23